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LA NECESIDAD DEL DOLOR de PRENTICE MULFORD (1834-1891)








Capítulo XXXII (PÁG. 255)

LA NECESIDAD DEL DOLOR


En la presente época de la vida de nuestro planeta, apenas si puede nadie escapar enteramente a la acción de las enfermedades corporales. Pero hay dos maneras distintas en absoluto de tratar mentalmente esos estados del cuerpo que llamamos dolencias. La mejor manera consiste en desear formalmente que arraigue cada vez con mayor fuerza en nuestra mente la convicción y la fe de que todo dolor y toda enfermedad, de cualquier naturaleza que sea, no es más que el resultado de los esfuerzos que el espíritu hace para purificarse o para arrojar fuera del cuerpo todo lo que le molesta o dificulta su acción elevadora.

Conviene repetir y grabar en la mente tan hondo como sea posible la idea de que nuestro espíritu es una cosa, y otra cosa muy distinta nuestro cuerpo; que nuestro espíritu es un poder que va creciendo incesantemente, a través de las incontables edades, y que nuestro cuerpo no es más que un instrumento suyo, del que hace uso en las fases de su existencia terrena.

Todos estamos inclinados a dejarnos llevar inconscientemente por las viejas creencias en que hemos sido educados, según las cuales tan sólo existimos realmente en nuestro cuerpo físico, cuando es lo cierto que, sin el espíritu, el cuerpo no es más que una simple máquina sin nada que la mueva.

Una creciente comprensión de que el espíritu y el cuerpo son dos realidades, y dos realidades muy distintas la una de la otra, y que el espíritu es la única fuerza capaz de mover y de poner en acción el cuerpo, será para el propio espíritu una magnífica ayuda para poder obrar favorablemente sobre el cuerpo y dedicarse día a día a la reconstitución de sus elementos vitales.

La segunda manera, perjudicial siempre y de pésimos resultados, consiste en mantenernos firmes en la creencia de que no somos más que un cuerpo físico, que es el cuerpo el único que puede estar enfermo, que su curación depende tan sólo de remedios materiales, y que si persiste su estado de debilidad o de enfermedad se debe tan sólo a que no se halla la manera de combatirla eficazmente, sin pensar nunca que pueda ser el medio por el cual se expulsan y echan fuera del cuerpo grandes cantidades de elementos físicos que por haber caído en el estado de inercia o de muerte no pueden ya ser utilizados por el espíritu. Esto indica completa ignorancia de la existencia del espíritu, y esta ignorancia acrece la intensidad y la mortalidad de las enfermedades corporales, hasta que por último nuestro verdadero y único poder, el espíritu, se hace incapaz de sostener más tiempo un cuerpo medio muerto, y al fin lo abandona, como quien se aligera de una carga excesivamente pesada; a este acto del espíritu es a lo que llamamos muerte, y no es en realidad más que el abandono por el espíritu de una carga con la que ya no podía.

Existen hoy en el mundo, en torno de nosotros, muchísimas personas que viven así medio muertas, o sea, dicho con otras palabras, que sus espíritus no pueden dar vida más que a la mitad de su cuerpo. Tantas y tantas personas como vemos por esas calles que, apenas llegadas a los sesenta años, andan encorvadas de espaldas, o vacilantes o tienen debilitados en exceso sus sentidos corporales, son verdaderos ejemplos vivos de que la mente que ha hecho uso de tales cuerpos está en la más completa ignorancia de que posea poder suficiente para recuperar y regenerar ese mismo cuerpo, mientras que ahora este poder, precisamente por haber creído todo lo contrario, se ha empleado nada más que en la destrucción del propio cuerpo. Porque, cuando la mente se afirma en la creencia verdadera, el cuerpo sale de toda prueba gradualmente purificado, con fructíferas energías y más fuerte que nunca. En el sentido físico, podemos decir que ha ganado juventud en lugar de haber envejecido.

Procuremos también inculcar esta idea en aquellos que nos rodean, pues esto contribuirá a aligerar nuestros males físicos, ya que al cambiar mucho o poco la actitud de sus mentalidades, abrimos una puerta para que la parte más elevada de nuestro YO pueda ejercer su acción benéfica sobre el cuerpo. La creencia en esta verdad pone a la mente en condiciones de dominar cada vez más al cuerpo, dominio que ha de acabar por liberar al cuerpo de toda clase de dolores. Las pruebas o dolores físicos por los cuales hemos de pasar actualmente, no es necesario que se prolonguen durante todo el proceso de nuestra purificación y refinamiento. Las primeras pruebas son siempre las más duras, pues a medida que el espíritu vaya fortaleciendo su fe en estas verdades, las cuales cada día verá demostradas más palpablemente, el cuerpo pasará por las pruebas que han de ir acreciendo el poder del espíritu cada vez con menos dolor.

A cada nuevo elemento de verdad que el espíritu se incorpore, el cuerpo sufrirá un cambio favorable. Nuestros músculos, nuestra sangre y nuestros huesos son la expresión material y la física correspondencia del orden de pensamientos que en nosotros prevalece. Opérese un cambio en nuestro estado mental y en seguida un cambio correspondiente se operará en las cualidades de la materia visible que forma nuestro cuerpo. Si lo que constituye la parte invisible de nuestra personalidad ha cambiado, ha de cambiar forzosamente la parte visible, pues ambas siempre se corresponden.

Y cambios tales, en límites más o menos extensos, se están continuamente operando en nuestra vida cotidiana. Dese a una persona una buena noticia o bien hágasele la promesa de que obtendrá alguna mejora en su situación, y enseguida se operará en su cuerpo un cambio bien manifiesto; sus ojos brillarán con más intensidad, sus músculos cobrarán vigor y fuerza y cada uno de sus movimientos será más firme y resuelto. No es tan sólo que un nuevo elemento mental haya ejercido su acción sobre ese cuerpo, sino que al propio tiempo se ha asimilado también nuevos elementos materiales. Por el contrario, otras veces penetra en el cerebro súbitamente una idea de terror, y tan cierto es que esos elementos mentales actúan sobre el cuerpo y entran en su composición material que, como habremos podido ver muchísimas veces, al recibir una mala noticia los rostros se tornan pálidos, las rodillas de doblan, la debilidad sucede a la fuerza, la digestión se interrumpe, la sensibilidad desaparece algunas veces en absoluto, los cabellos se ponen blancos en el espacio de pocas horas y aun ha sobrevenido en ciertos casos la muerte instantánea.

El aterrador grito de ¡Fuego!, lanzado en medio de un teatro lleno de gente, o un buen grito de alarma cualquiera que se da en una gran reunión de personas, desarrolla fuerzas y elementos que obran primeramente sobre la mentalidad de hombres y mujeres, para obrar en seguida sobre sus propios cuerpos, elementos y fuerzas que, si bien invisibles, son reales y positivos, como son positivos ciertos gases o vapores, invisibles también, que demuestran su existencia tan sólo por los fatales resultados que producen.

Todo dolor viene del esfuerzo que hace el espíritu para filtrar nueva vida a una parte cualquiera del cuerpo que momentánea o constantemente carece de ella, o bien puede igualmente resultar del esfuerzo hecho por el espíritu para arrojar fuera del cuerpo aquellos elementos materiales ya inservibles, para poner en su lugar otros llenos de vida nueva. Y cuando cesa el espíritu en sus esfuerzos, viene el término de todo dolor y se produce la insensibilidad, que es el anuncio de la muerte del cuerpo.

Cuando sea la enfermedad considerada como lo que llamaremos aquí la verdadera terapéutica, la vida del hombre tomará un aspecto enteramente nuevo. La vida del cuerpo será mirada entonces como una serie no interrumpida de renacimientos físicos, constantemente purificándose sus elementos materiales y siendo cada uno de esos renacimientos menos penosos que el precedente, hasta que por fin estos cambios vendrán ya tan sólo acompañados por un período de languidez o de inactividad física. Diciéndolo con otras palabras, podemos afirmar que el espíritu se está formando constantemente el cuerpo según su propia imagen, hasta que llega a convertirse en el perfecto instrumento para la exteriorización de sus deseos, en cuyo caso cuerpo y espíritu quedan perfectamente unidos, no son más que uno solo.

El espíritu que acepte, siquiera de un modo implícito, los viejos errores que mantienen atrasada a la humanidad, no hay duda que se pondrá enfermo, por muy fuerte y resistente que sea el cuerpo de que se sirva, y cuando el espíritu enferme acabará por enfermar también el cuerpo. Pero si el espíritu, despierto ya, se rehúsa a aceptar esos viejos errores y aun desea poder llegar a descubrir y rechazar todo otro error del cual no tenga todavía conocimiento, podemos afirmar que el espíritu se halla relativamente sano y puesto en camino de adquirir cada día mayor cantidad de fuerzas, que es lo mismo que salud, aunque en realidad pueda el cuerpo sufrir grandes postraciones en las épocas de cambio o renovación de elementos, cambios que se producen siempre al adquirir condiciones mentales de mayor elevación que las anteriores. Pero estos períodos de dolencia física acaban siempre por traernos una más perfecta salud, debido a que, cuando la mente sigue la buena y recta dirección, impulsa al cuerpo para que la siga, del mismo modo que cuando la mente vaga en la ignorancia, sin noción siquiera de que ella constituya ya en realidad el poder que ha de guiar al cuerpo, acepta ciegamente los errores que el mismo cuerpo, en cierto sentido, le enseña, y emplea todas sus fuerzas en seguirlos y en aumentarlos todavía. L cuerpo dominado y dirigido por una mente semejante, estará siempre enfermo, y enfermo de las peores enfermedades, hasta que al fin caerá destruido por ellas. El cuerpo dominado y dirigido por una mente que sigue la buena dirección, que tiene una fe creciente en su propio poder, con lo cual aumenta cada día sus fuerzas, podrá ciertamente sufrir enfermedades y dolores, pero su espíritu saldrá de todas estas pruebas purificado y fortalecido, con más fuerzas que nunca para resistir toda clase de males y evitarse la absorción de elementos mentales inferiores emitidos por entes muy atrasados todavía, absorción peligrosa para toda clase de personas muy sensibles e inagotable fuente de males sin cuento.

En muchísimos casos el espíritu es llevado a anidar en un cuerpo con el cual habrá de vivir constantemente en guerra, y es que ese cuerpo puede venir ya al mundo argado con una especie de segunda mentalidad, procedente tal vez de muy bajos y rastreros elementos mentales absorbidos durante las épocas de la gestación, de la infancia o de la juventud; y esta mentalidad de naturaleza tan inferior puede dominar al cuerpo durante muchos años, y aun quizá durante la vida entera, mientras que el YO verdadero, el espíritu o mente superior, podrá tan solo ejercer su influencia sobre una sola parte del cuerpo, y nada más que en ciertos períodos que le sean favorables, al paso que la mentalidad inferior domina casi de continuo el cuerpo con sus bajos y groseros deseos. Y es que las corrientes mentales inferiores, todo carne, dominan fácilmente en este plano de la existencia, y dificultan la acción de las corrientes mentales más elevadas poniéndoles obstáculos y fuertes barreras.

De manera que hasta el espíritu que trabaja para la preservación de su cuerpo actual puede sufrir grandes dolores y enfermedades, lo cual proviene de la guerra entablada entre el espíritu y el cuerpo. El espíritu busca la manera de poner el cuerpo en perfecta concordancia consigo mismo y prueba de arrojar fuera de él todos los viejos pensamientos de muerte en que ja sido educado. Pero el cuerpo resiste, el cuerpo posee una individualidad propia y desea conservarla, y en los esfuerzos que hace el espíritu siente, no tan sólo una especie de intrusión en esa individualidad, sino también un ardoroso deseo de destruirla para siempre. Y éste es el caso en que actualmente nos hallamos. Si la individualidad del cuerpo está hecha de errores y de mentiras no puede prevalecer, ha de ser forzosamente destruida, pues nada puede durar eternamente sino lo que está fundado en la verdad. La enfermedad, pues, no es más que un medio para la renovación de las partes viejas del cuerpo, del mismo modo que construimos a veces una pared nueva aprovechando algunos de los restos de la vieja, añadiéndole, empero, algunos materiales sanos, y así acabamos por levantar finalmente una pared realmente nueva.

No hay nada nuevo bajo el sol, pero existen innumerables cosas que ahora son desconocidas y que serán para nosotros, cuando las conozcamos, en realidad nuevas. Hemos llegado apenas a tocar el borde de nuestra verdadera vida, y sabemos muy poco acerca de lo que significa vivir.

No nos es posible apoderarnos de lo nuevo todo de una vez; la verdad no podemos recibirla más que a pequeñas dosis, pues una gran claridad hecha súbitamente es capaz de dejarnos ciegos; una súbita y no esperada revelación de las posibilidades de la vida sería causa de cambios físicos también excesivamente súbitos, capaces de producir un verdadero desequilibrio entre el espíritu y el cuerpo, y aun capaz de destruir inopinadamente este último. El abandono de los elementos viejos para ser reemplazados por otros nuevos debe ser obra de un proceso perfectamente graduado. Sucede lo mismo que con la digestión; demasiados alimentos tomados de una sola vez perturban las funciones del estómago y muchas veces le causan grandes dolores. Querer apoderarse de golpe de un excesivo número de ideas nuevas es lo mismo que poner el vino nuevo en botellas viejas; estas botellas viejas representan el cuerpo ya gastado y decrépito, y el vino son los pensamientos nuevos o verdades recientemente adquiridas. Toda idea es una fuerza, y no conviene que el cuerpo reciba mayor cantidad de fuerza de la que pueda buenamente apropiarse, pues corre el peligro de que la excesiva fuerza antes contribuya a la destrucción del cuerpo que a su conservación.

Las ideas verdaderas y nuevas producen en nuestro cuerpo un cambio de substancia física, en virtud del cual la sangre, los huesos, los músculos y los nervios se fortalecerán y se harán más resistentes.

Un niño engendrado en la creencia de que el cuerpo físico y nada más constituye su verdadero YO, y que detrás de ese cuerpo no hay ninguna clase de poder, llegando hasta negar la existencia de este poder, el cual, no obstante, a ser bien conocido y a estar dirigido rectamente, es capaz de rehacer este mismo cuerpo físico tantas veces como quiera, apropiándose de nuevos elementos materiales cada vez más puros y más fuertes; este niño –y hay muchos como él entre nosotros- no tan sólo tiene en sí mismo lo que podría llamarse la semilla de toda enfermedad, sino que, debido a su completa ignorancia, combinada con la ignorancia de las mentalidades que lo rodean, dirige casi todo el poder de su espíritu por los peores caminos, alimentando y fortaleciendo toda clase de enfermedades, hasta que finalmente llega a hacer su propio cuerpo inhabitable para el espíritu.

Ésta es una condición o cualidad mental que, más o menos, a todos nos afecta, y algunas veces es llamada la mentalidad inconsciente. Ésta, en el fondo, está constituida por la creencia en el error, en el error que tal vez hemos absorbido de otros hombres durante la infancia y la juventud, error que nunca nos hemos tomado la pena de examinar y el cual ciegamente hemos ido convirtiendo en nuestra propia creencia, casi sin saber que creíamos en él. Y esta creencia, naturalmente, nos afecta con tanta mayor fuerza cuanto más consciente es en nosotros.

En ese error inconsciente viven hoy todavía muchos millares de hombres jóvenes, fuertes y sanos, en la más completa posesión de su vigor y de su fuerza muscular, los cuales, sin embargo, creen que al llegar a la edad de los cincuenta años su vigor de ahora empezará a decaer, y que entre los sesenta y los setenta años alguno de los males que son herencia de la carne se apoderará necesariamente de ellos, acabando a la postre con su cuerpo, lo cual engendra su consciente creencia en la enfermedad y en la muerte. Decirles a estos jóvenes seriamente que tiempo vendrá en que el superior conocimiento del hombre le permitirá mantener en buen estado su cuerpo tan largo tiempo como le plazca y en condiciones de vitalidad siempre mejores, sería lo mismo que atraernos su burla o bien provocar en ellos esa obstinada incredulidad que no permite ni por un momento siquiera considerar una idea nueva como verdadera posibilidad.

Nada es más peligroso que permanecer en ese estado mental en virtud del que rechazamos de plano, sin dar lugar a reflexiones de ningún género, toda idea nueva o desconocida, juzgándola fuera de razón o digna tan sólo de un visionario. Éste es el mismo estado mental que hizo despreciar y aun rechazar el vapor y la electricidad durante los primeros tiempos de su descubrimiento; y es también el mismo que convierte en una simple rutina la ocupación que nos es habitual, haciéndonos girar toda la vida en torno de ella, sin dejarnos avanzar nunca un solo paso hacia una vía mejor y más nueva; y es, por fin, la condición mental que nos lleva con toda seguridad a la fosilización más completa del cuerpo y de la mente.

En su inmensa mayoría, las personas se hallan actualmente presas en la idea de que tal como se ha desarrollado la vida física de la humanidad en el pasado, así mismo exactamente debe desarrollarse en lo futuro, y que por fuerza ha de pasar por los tres períodos de juventud, madurez y decaimiento. Esta tan firme creencia, nacida con cada uno de nosotros, hace ciertamente inevitables, esas tres fases subsiguientes de la vida física y cierra la puerta por donde podrían venirnos nuevos poderes, nuevos y más poderosos modos de acción.

La carne no es heredera de ninguna clase de males, salvo aquellos que le son legados por la ignorancia del espíritu. Una vez puesto el espíritu en el camino de la verdad, ya no podrá legar a la carne más que elementos de vida sempiterna.

Algunos de mis lectores quisiera preguntarme, sin duda, en qué consisten los errores inconscientes en que incurren millares de hombres a la vez; y este mismo lector quizá recuerde conocer a cierto charlatán o embustero que por miles y miles de personas es considerado un grande hombre. Quizá sepa también de algún sistema educativo que no es más que un cúmulo de falsedades y de ciegas rutinas, el cual, sin embargo, es tenido por la gente como perfecto. Quizá, finalmente, la guerra que dos naciones se han declarado le parecerá a mi lector una verdadera e inmensa idiotez, mientras que muchos millares de personas la aceptarán como una necesidad política tan sólo porque desde la infancia ha sido trompeteado el sonido de esas dos palabras en torno de él y se le ha fijado indeleblemente en el cerebro. Cada uno de nosotros sabe muy bien que existen ciertos usos y costumbres no tan sólo perfectamente inútiles, sino hasta muy perjudiciales, a pesar de lo cual van perpetuándose de generación en generación, sin que la gente se tome la molestia de hacer al respecto un examen más o menos detenido.

La crueldad que demuestra el hombre con toda clase de animales grandes y pequeños, matándolos y mutilándolos nada más que por mera distracción, como así mismo cuando aprisiona toda clase de bípedos y cuadrúpedos, condenando a los habitantes de la selva, del monte o de los aires a una vida de esclavitud, siempre enfermiza, sólo por darse el insano gusto de poderlos contemplar libremente en sus tristísimos encierros, es una nueva demostración de la inconsciencia de nuestra raza por los grandes daños e injusticias que comete, los cuales aún se atreve a proclamar cosas buenas y justas.
La baja estimación en que la mujer es tenida por gran número de hombres, y la indiferencia con que la misma mujer lo acepta sin protestar de ello, a lo cual se añade que muchos hombres no la consideran sino como un simple juguete de placer o como una mera conveniencia; la ignorancia y, por tanto, la negación en que incurren muchos hombres acerca de los verdaderos poderes de la mujer, que resultan, sin embargo, iguales a los del hombre, constituyendo, cuando es rectamente comprendida y dirigida, un factor de la mayor importancia en la consecución de todo gran éxito, no son sino inconscientes, errores que no hacen más que atraer numerosos y gravísimos males sobre millares y millares de hombres esparcidos por toda la tierra.

La ignorancia casi en absoluto dominante de que el pensamiento es una fuerza que puede obrar aun a muchas millas de distancia del cuerpo de donde ha surgido; el hecho de que la inmensa mayoría de los hombres ignore que todo pensamiento o idea es como un imán invisible que ha de atraernos, en substancia material, lo que aquella idea representa; la general creencia de que nada importa lo que pensemos mientras no digamos a nadie nuestro pensamiento; la ignorancia de que cuanto pensemos de los otros o de nosotros mismos puede tener algo que ver con nuestra salud o nuestra enfermedad, con nuestra fortuna o nuestra miseria; el desconocimiento de que mediante la asociación con mentalidades inferiores a la propia podemos irnos hundiendo inconscientemente en los abismos de la miseria física y aun de la miseria espiritual, pues nada nos perjudica tanto como la absorción de elementos mentales inferiores, la incredulidad acerca de que todo ser ha vivido en el pasado otras muchas vidas físicas y que ha de vivir en lo futuro aún muchas más, encarnado o sin encarnar; todo esto no constituye sino una pequeña parte de los inconscientes errores que prevalecen en torno de nosotros. En virtud del deseo mental de ir adquiriendo cada día nuevas verdades y mayores luces, toda prueba corporal contribuye a la destrucción más o menos lenta de los errores señalados y de muchísimos otros, los cuales, mientras tengan asiento en nuestra mentalidad, habrán de traernos inevitablemente toda clase de dolores y de grandes miserias.

“La verdad nos hará libres”, se dice en los textos bíblicos, y así es ciertamente. La verdad nos libertará de todas las variadísimas formas que toma el sufrimiento moral o físico; y cuando el Espíritu divino domine completamente dentro de nosotros, entonces habrán dejado para siempre de brotar lágrimas de los ojos de los hombres.

Recuérdese ante todo que dar el necesario descanso al cuerpo y al espíritu, juntamente, constituye el más abundante manantial de fuerzas y el medio más seguro de recuperar energías perdidas. Si la mente descansa, el cuerpo también descansa.

Existe una ciencia del descanso. Una parte de esta ciencia consiste en saber olvidar cuanto antes ciertas preocupaciones y desviar el pensamiento de cuestiones que nos roban la mayor parte del tiempo, con la mira de recuperar energías y dar nuevas fuerzas a los departamentos del cerebro que por una causa cualquiera han trabajado más tiempo y con mayor intensidad de lo debido.


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