Pdf Libro EN ARMONÍA CON EL INFINITO
3. PLENITUD DE VIDA,
SALUD Y VIGOR DEL CUERPO
Dios es el Espíritu de
infinita vida. Si de ella nos hacemos partícipes y nos abrimos por completo a
su divino flujo, se reflejará en la vida orgánica más de lo que a primera vista
parece. Es evidente que la vida de Dios está exenta de todo mal por su propia
naturaleza. Por lo tanto, no puede padecer mal alguno el cuerpo donde esta vida
entre libremente y del cual libremente fluya.
Hemos de reconocer, por
lo que a la vida física se refiere, el principio de que toda vida surge de
dentro a fuera. Principio expresado por la inmutable ley que dice: “Tal
causa, tal efecto. Así lo interior, así lo exterior.” En otros términos:
las fuerzas del pensamiento, los estados de la mente, las emociones, todo
influye en el cuerpo humano.
Alguien dirá: “Oigo
muchas cuestiones referentes a los efectos de la mente en el organismo, pero no
puedo creer en ellas.
“Cómo no? Cuando os dan
repentinamente una mala noticia, palidecéis, tembláis y tal vez os sobreviene
un síncope. Sin embargo, por el conducto de la mente os ha llegado la noticia.
Un amigo, en las
expansiones de la mesa, os molesta con alguna inconveniencia que lastima
vuestro amor propio. Desde aquel momento perdéis el apetito, aunque hasta
entonces hayáis estado alegres y dicharacheros. Las mortificantes palabras del
imprudente amigo os han afectado por conducto de la mente.
En cambio, ved a ese
joven que arrastra los pies y tropieza con los más leves obstáculos del camino.
¿Cómo así? Sencillamente porque su mente es flaca, porque es idiota. En otros
términos: la debilidad de la mente es causa de la del cuerpo. Quien tiene la
cabeza firme, tiene también firmes los pies. Y quien no tiene seguras las ideas
tampoco podrá asegurar los pasos.
De nuevo os veis en
inopinado aprieto. Estáis temblando y vaciláis de miedo.
¿Por qué no tenéis
fuerzas para moveros? ¿Por qué tembláis? ¡Y todavía creéis que la mente no
influye en el organismo!
Os domina un arrebato
de cólera. Pocas horas después os quejáis de fuerte dolor de cabeza. ¡Y todavía
os parecerá imposible que las ideas y las emociones influyan en el organismo!
Hablaba yo del tedio
con un amigo, quien me dijo: “Mi padre es muy propenso al tedio.” Yo le
respondí: “Vuestro padre no está sano ni es fuerte, vigoroso, robusto y
activo.” Y entonces pasé a describirle más por completo el temperamento de su
padre y las conturbaciones que le asaltaban.
·
Miróme él con aire de sorpresa y dijo:
·
¿Conoce usted a mi padre?
·
No -le respondí.
· Pues entonces, ¿cómo puede usted describir tan minuciosamente el
mal que le aflige?
· Usted acaba de revelarme que su padre es muy propenso al tedio y
con ello me indicaba la causa. Yo me contraje a relacionar con esta causa sus
peculiares efectos al describir el temperamento del enfermo.
El miedo y el tedio
obstruyen de tal modo las vías del cuerpo, que las fuerzas vitales fluyen por
ellas tardía y perezosamente. La esperanza y el sosiego desembarazan las vías
del cuerpo de tal manera, que las fuerzas vitales recorren un camino donde rara
vez el mal puede sentar la planta.
No hace mucho tiempo
revelaba una señora a un amigo mío cierto grave mal que padecía. Mi amigo, coligiendo
de ello que entre esta señora y su hermana no debían ser las relaciones muy
cordiales, después de escuchar atentamente la explicación del mal, miró
fijamente a la señora y con enérgico aunque amistoso acento le dijo: “Perdonad
a vuestra hermana.” La señora, sorprendida, respondió: “No puedo perdonarla.”
“Pues entonces -replicó él- guardaos la rigidez de vuestras articulaciones y la
croniquez de vuestro reuma.
”Pocas semanas después
mi amigo la volvió a ver. Con ligero paso se acercó ella a él y le dijo: “Seguí
vuestro consejo. He visto a mi hermana, y la he perdonado. Volvemos a estar en
buena amistad. No sé cómo es que desde el día en que nos reconciliamos fue
haciéndose menos tenaz mi dolencia, y hoy ya no queda ni rastro de aquellos
alifafes. Mi hermana y yo hemos llegado a ser tan excelentes amigas, que
difícilmente podríamos estar mucho tiempo separadas.” Otra vez sigue el
efecto a la causa.
Hemos comprobado varios
casos, como, por ejemplo, el de un niño de pecho que murió al poco tiempo de
haber tenido su madre un gravísimo disgusto mientras lo amamantaba. Las
ponzoñosas secreciones del organismo, alterado por la emoción, habían
envenenado la leche de sus pechos. En otras ocasiones parecidas, no llegó a
sobrevenir la muerte, pero la criaturita tuvo convulsiones y graves desarreglos
intestinales.
Un conocido fisiólogo
ha comprobado muchas veces el siguiente experimento: En un gabinete de elevada temperatura
colocó a varios individuos acometidos por emociones diversas. Unos por el
miedo, otros por la ira, algunos por la tristeza. El experimentador recogió una
gota de sudor que bañaba la epidermis de cada uno de estos hombres, y por medio
de un escrupuloso análisis químico pudo conocer y determinar la peculiar
emoción de que cada cual estaba dominado. El mismo resultado práctico dio el
análisis de la saliva de cada uno de aquellos individuos.
Un notable autor
norteamericano, discípulo de una de las mejores escuelas médicas de los Estados
Unidos, que ha hecho profundos estudios de las fuerzas constructivas del
organismo humano y de las que lo destruyen y descomponen. Dice: “La mente es
el natural protector del cuerpo... Todo pensamiento propende a multiplicarse, y
las horribles imaginaciones de males y vicios de toda clase producen en el alma
lepras y escrófulas que se reproducen en el cuerpo. La cólera transforma las
propiedades químicas de la saliva en ponzoña dañina para la economía del
organismo.”
Bien sabido es que un
repentino y violento disgusto no sólo ha debilitado el corazón en pocas horas,
sino que ha producido la locura y la muerte. Los biólogos han descubierto gran
diferencia química entre la transpiración ordinaria y el sudor frío de un
criminal acosado por la profunda idea del delito. Y algunas veces puede
determinarse el estado del ánimo y de la mente por el análisis químico de la
transpiración de un criminal, cuyo sudor toma un característico tinte rosáceo
bajo la acción del ácido selénico.
“Sabido es también que
el miedo ha ocasionado millares de víctimas, mientras que por otra parte el
valor robustece y vigoriza el organismo. La cólera de la madre puede envenenar
a un niño de pecho. “Rarey, el famoso domador de potros, afirma que una
interjección colérica puede producir en un caballo hasta cien pulsaciones por
minuto. Y si esto ocurre en un pulso tan fuerte como el del caballo, ¿qué
sucederá en el de un niño de pecho?
“El excesivo trabajo
mental produce a veces náuseas y vómitos. La cólera violenta o el espanto
repentino pueden ocasionar ictericia. Un paroxismo de ira tuvo muchas veces por
efecto la apoplejía y la muerte. Y en más de un caso, una sola noche de tortura
mental bastó para acabar con una vida.
“La pesadumbre, los
celos, la ansiedad y el sobresalto continuados propenden a engendrar la locura.
Los malos pensamientos y los malos humores son la natural atmósfera de la
enfermedad, y el crimen nace y medra entre las miasmas de la mente. ”
De todo esto podemos
inferir la verdad capital, hoy científicamente demostrada, de que los estados mentales,
las pasiones de ánimo y las emociones tienen peculiar influencia en el
organismo y ocasionan cada cual a su vez una forma morbosa particular y propia
que con el tiempo llega a ser crónica.
Digamos ahora algo
sobre el modo de realizarse esta nociva influencia. Si una persona queda momentáneamente
dominada por una pasión de cólera, perturba su economía física lo que con
verdad pudiéramos llamar una tempestad orgánica, que altera, mejor dicho,
corroe los normales, saludables y vivificantes humores del cuerpo, los cuales,
en vez de cooperar al natural funcionamiento del organismo, lo envenenan y
destruyen. Y si esta perturbación se repite muchas veces, acumulando sus
perniciosas influencias, acaba por establecer un especial régimen morboso que a
su vez llega a hacerse crónico. Por el contrario, los afectos opuestos, tales
como docilidad, amor, benevolencia y mansedumbre, propenden a estimular
saludables, depurativas y vivificantes secreciones. Todas las vías orgánicas
quedan desembarazadas y libres y las fuerzas vitales fluyen sin obstáculo por
ellas, frustrando con su enérgica actividad los ponzoñosos y nocivos efectos de
las contrarias.
Un médico va a visitar
a un enfermo. No le receta medicina, y sin embargo, sólo por la visita mejora
el paciente. Es que el médico llevaba consigo el espíritu de salud, la alegría
del ánimo, la esperanza, e inundó con ellas la alcoba, ejerciendo sutil pero
poderosa influencia en la mente del enfermo. Y esta condición moral, comunicada
por el médico, obró a su vez en el cuerpo del paciente, sanándolo por mental
sugestión.
Así conozco
que cuanto es apacible y placentero
mantiene de consuno cuerpo y alma;
y la más dulce emoción que el hombre
siente
es la esperanza;
bálsamo y licor de vida a un tiempo
que el espíritu calma.
Algunas veces hemos
oído a personas de salud quebrantada decirle a otra: “Siempre que
usted viene me siento mejor.” Hay una razón científica que corrobora el
adagio: “La lengua del sabio es salud.” El poder de la sugestión, en
cuanto a la mente humana se refiere, es el más admirable y curioso campo de
estudio, pues por su medio se pueden actualizar poderosas y sorprendentes
fuerzas.
Uno de los más
eminentes anatómicos contemporáneos nos decía que, según experimentos
efectuados en su laboratorio, el organismo humano se renueva por completo en
aproximadamente dos años, y parcialmente en muy pocas semanas.
¿Quiere usted decir con
eso -le pregunté yo- que el organismo puede pasar de una condición morbosa a otra
salutífera por virtud de las fuerzas internas? Ciertamente –me respondió él- y
aún más, éste es el método natural de curación. El artificial es el que se vale
de drogas, medicamentos y otros agentes exteriores. Lo único que hacen las
medicinas y drogas es remover obstáculos a fin de que las fuerzas vitales actúen
más libremente. El verdadero proceso de la salud debe llevarse a cabo por la
operación de las fuerzas interiores.
Un cirujano de
universal renombre declaró no hace mucho a sus colegas: “Las generaciones
pasadas menospreciaron o no conocieron la influencia del principio vital en la
nutrición del organismo, y la casi exclusiva fuente de sus estudios y el único
arsenal terapéutico que tuvieron fue la supuesta acción de la materia en la
mente. Esto contrarió las tendencias evolucionistas de los mismos médicos,
resultando que todavía son rudimentarios en la profesión de la medicina los
factores psíquicos. Pero al brillar la luz del siglo xix, la Humanidad
emprendió su marcha en busca de las ocultas fuerzas de la Naturaleza. Los
médicos se ven hoy obligados a estudiar psicología y a seguir los pasos de sus
precursores en el vasto campo de la terapéutica mental. Ya no es tiempo de
aplazamientos, ni vacilaciones, ni escepticismos. Quien vacile está perdido,
porque el mundo entero se ve impelido por el progreso.
Durante estos últimos
años se han dicho gran número de necedades sobre la materia de que tratamos y
se ha incurrido en muchos absurdos respecto del particular. Pero esto nada
prueba en contra de la eficacia de las expresadas leyes. Lo mismo sucedió
siempre en cuantos sistemas filosóficos o creencias religiosas ha conocido el
mundo. Más a medida que pasa el tiempo, se desvanecen los absurdos y necedades,
y los capitales y eternos principios van afirmándose cada vez con mayor
claridad definidos. Yo he presenciado personalmente varios casos de completa y
radical curación efectuada en breve tiempo por virtud de las fuerzas
interiores. Algunos de estos casos habían sido desahuciados por los médicos.
Tenemos numerosos informes de casos semejantes ocurridos en todo tiempo y
relacionados con todas las religiones. ¿Y por qué no había de existir hoy entre
nosotros el poder de efectuar parecidas curaciones?
El poder existe y lo
actualizaremos en el mismo grado en que reconozcamos las leyes que en pasados tiempos
fueron reconocidas.
Cada cual puede hacer
mucho con respecto a la salud de otros, aunque para ello sea necesaria casi
siempre la cooperación del enfermo. En las curas hechas por Cristo se aprecia
la cooperación de quienes a él recurrían. Su pregunta era invariablemente:
¿Tienes fe? De este modo estimulaba la actividad de las fuerzas vivificantes en
el interior de quien quería curarse. El de condición flaca, o de estragado
sistema nervioso, o de mente débil a causa de morbosas influencias, bien hará
en solicitar auxilio y cooperación ajenos. Pero mejor le fuera lograr por sí
mismo la vital actuación de sus fuerzas interiores. Uno puede curar a otro, más
la conservación de la salud debe ser obra de uno mismo. En este punto, el
concurso ajeno es semejante a un maestro que nos lleva a la completa deducción
de las fuerzas interiores. Pero siempre se necesita el trabajo propio para que
sea permanente la cura.
Las palabras de Cristo
eran casi invariablemente: “Ve y no peques más. O tus pecados te son
perdonados.” Así expuso el eterno e
inmutable principio de que todo mal y su consiguiente pena son resultado
directo o indirecto de la transgresión de la ley, bien consciente, bien
inconscientemente, ya con intención, ya sin ella. El sufrimiento sólo dura
mientras persiste el pecado, tomando esta palabra no precisamente en el sentido
teológico, sino en el filosófico, aunque algunas veces en ambos. En cuanto cesa
la transgresión de la ley y se restablece la armonía, cesa también la causa del
sufrimiento. Y aunque las heces del pecado y sus acumulativos efectos
permanezcan todavía, no se acrecentarán, porque la causa ha desaparecido y el
daño dimanante de la transgresión pasada comenzará a disminuir tan pronto como
actúen normalmente las fuerzas interiores.
Nada hay que más rápida
y completamente nos lleve a la armonía con las leyes a las cuales hemos de
vivir sujetos, que la vital realización de nuestra unidad con Dios, vida de
toda vida. En Él no puede haber mal y nada removerá con más prontitud los
obstáculos acumulados, es decir, los residuos del mal, que esta entera realización,
abriéndonos completamente al divino flujo. “Pondré mi espíritu en vosotros y
viviréis” (Ezequiel,
37:14).
Desde el momento en que
advertimos nuestra unidad con Dios, ya no nos reconocemos como seres
materiales, sino como seres espirituales. Ya no incurrimos en el yerro de
considerarnos sujetos a enfermedades y dolencias, sino como constructores y
dueños del cuerpo donde mora el espíritu, sin admitir señoríos sobre él. Desde
el momento en que el hombre se convence de su propia supremacía, ya no teme a los
elementos ni a ninguna de las fuerzas que hasta entonces en su ignorancia creía
que afectaban y vencían al cuerpo. Y en vez de temerlas como cuando estaba
ligado a ellas, aprende a amarlas. Llega entonces a la armonía con ellas, o
mejor dicho, las ordena de modo que lleguen a estar en armonía con él, y de
esclavo se convierte en dueño. Desde el momento en que amamos una cosa, ya no
nos daña.
Hay actualmente
muchísimos de cuerpo débil y enfermizo, que llegarían a ser fuertes y sanos con
sólo dar a Dios la oportunidad de manifestarse en sus obras. Quiero decir: No
te cierres al divino flujo. Haz algo mejor que esto: Ábrete a él. Solicítalo.
En el grado en que a él te abras, fluirá a través de tu cuerpo la fuerza vital
con impulso suficiente para destruir los obstáculos que lo embarazan. “Mis
palabras son vida para quienes las oyen, y salud para toda su carne” (Proverbios, 4:22).
Pongamos por ejemplo
una artesa en la que durante varios días ha caído agua turbia. El poso se ha
ido sedimentando gradualmente en las paredes y en el fondo, y así continuará
mientras el agua turbia caiga en ella. Pero esto cambia con sólo dar entrada en
la artesa a una rápida corriente de agua clara y cristalina que, arrastrando
consigo el sedimento, la limpie completamente y trueque su aspecto de feo en
hermoso. Todavía más, el agua que desde entonces fluya de la artesa será agente
de mayor refrigerio, salud y entonamiento para quienes de ella se aprovechen.
Verdaderamente, en el
grado en que realicéis vuestra unidad con Dios, actualizando de este modo
vuestras fuerzas y facultades potenciales trocaréis tribulación por sosiego,
discordancia por armonía, sufrimiento y pena por salud y vigor. Y en el grado
en que realicéis esta plenitud, esta abundancia de salud y de vigor en vosotros
mismos, haréis partícipes de ella y la comunicaréis a cuantos con vosotros se
relacionen. Porque conviene recordar que la salud es tan contagiosa como la
enfermedad.
Alguien preguntará:
¿Qué puede decirse concretamente respecto de la aplicación práctica de estas verdades,
de modo que uno llegue a mantenerse por sí mismo en perfecta salud corporal? ¿Y
más aún, que sin auxilio externo pueda curarse de cualquier enfermedad?
En respuesta,
permitidme deciros que lo más importante en este punto es exponer el inmutable
principio, a fin de que cada cual haga peculiar aplicación de él, pues es
imposible que uno lo haga por otro.
Diré en primer lugar
que el mero hecho de persistir en el pensamiento de completa salud estimula y
pone las fuerzas vitales en condición de restaurarla al cabo de cierto tiempo.
Pero concretándonos más especialmente al capital principio en sí mismo
considerado, es notorio que mejor se realizará por la acción que por la
afirmación, por el acto que por el deseo, aunque éste siempre es eficaz auxilio
de aquél. Por lo tanto, en el grado en que lleguéis a uniros vitalmente con
Dios, de donde proceden y están continuamente procediendo todas las formas de
vida individual, y en el grado en que por medio de esta unión os abráis al divino
flujo, actualizaréis las fuerzas que tarde o temprano determinen en vuestro
cuerpo abundancia de salud y vigor. Instantánea y radicalmente sanaron quienes
fueron capaces de abrir su ser al flujo divino. El grado de intensidad siempre
elimina proporcionalmente el factor tiempo. Sin embargo, esta intensidad debe ser
plácida, tranquila y expectante, más bien que temerosa, conturbada y
desesperanzada.
Algunos recibirán gran
consuelo y alivio y otros sanarán del todo por virtud de un ejercicio análogo
al siguiente: Con la mente sosegada y el corazón henchido de amor a todo,
reconcentraos en vuestro interior y meditad diciendo: “Soy imagen de Dios,
vida de mi vida. Y como espíritu, como ser espiritual, puedo excluir el mal de
mi propia y verdadera naturaleza. Después de esto, abro mi cuerpo (en el cual
se asentó la enfermedad) lo abro completamente al creciente influjo de Dios,
que desde entonces fluye y circula por mi cuerpo incoando el proceso de mi
curación.” Llevad, pues, esto a cabo tan perfectamente, que sintáis como
una ardiente y viva lumbre encendida por las fuerzas vitales del cuerpo. Creed
que el proceso de curación se cumple. Creedlo y manteneos en esta creencia.
Muchas gentes desean
con ardor una cosa y esperan otra. Tienen más fe en el poder del mal que en el
del bien y por esto no sanan.
Si uno se entrega
oportunamente a esta meditación, tratamiento o como quiera llamársele, y persistiese en el mismo estado de mente y
ánimo, obrarían sin cesar las fuerzas interiores, quedando sorprendido de cuán
rápidamente mudaba el cuerpo sus condiciones de enfermedad y discordancia en
las de salud y armonía. Sin embargo, no hay razón para tal sorpresa, porque con
ello la Omnipotencia divina manifiesta su obra y ejerce en todo caso su
definitiva acción.
Si hay alguna dolencia
localizada y el enfermo desea abrir al divino influjo la porción obstruida,
además del organismo entero, puede fijar su pensamiento en ella, a fin de que a
ella afluyan estimuladas y acrecentadas las fuerzas vitales. No obstante, los
efectos del mal no desaparecerán hasta que hayan desaparecido las causas. En
otros términos: La pena y el daño persistirán mientras dure la transgresión de
la ley.
La terapéutica mental
que estamos considerando, no sólo ejercerá su influencia benéfica allí donde
haya una morbosa condición del cuerpo, sino que donde esta condición no exista,
acrecentará la vida, el vigor y las fuerzas corporales. Muchos casos han
ocurrido en todo tiempo y país, de curas efectuadas por medio de la acción de
las fuerzas interiores con entera independencia de agentes externos. Varios han
sido los nombres dados a la terapéutica psíquica, pero su principio fundamental
fue siempre el mismo y el mismo es hoy.
Cuando el divino
Maestro envió a sus discípulos a difundir su doctrina por el mundo, les mandó
que curasen a los enfermos y consolasen a los afligidos, al mismo tiempo que
enseñaran a toda la gente. Los primeros cristianos tenían la facultad de curar,
y esta operación formaba parte de las buenas obras.
¿Y por qué no hemos de
tener hoy nosotros este poder como ellos lo tuvieron entonces? ¿Acaso son
distintas las leyes? Son idénticas. ¿Por qué, pues? Sencillamente porque, salvo
raras y esporádicas excepciones, somos incapaces de descifrar la letra de la
ley y de comprender su vivificante espíritu y su verdadera fuerza. La letra
mata y el espíritu vivifica. El alma que por estar muy individualizada descubra
a través de la letra el espíritu de la ley tendrá poder como lo tuvieron sus
precursores. Y de cuanto haga serán participes los demás por virtud de la
autoridad con que hable y obre.
Vemos hoy, y lo mismo
ocurrió en pasados tiempos, que todos los males, con su consiguiente
sufrimiento, derivan de la perturbación de los estados mentales y emotivos.
Cualquier cosa en que fijemos nuestro pensamiento influye con mayor o menor
intensidad en nosotros. Si la tememos o si la repugnamos, producirá efectos
nocivos y desastrosos. Si nos ponemos en armonía con ella por medio del
sosegado reconocimiento y del interior asentimiento de nuestra superioridad
respecto de ella, en el grado en que seamos capaces de lograrlo, conseguiremos
que no nos dañe.
Ningún mal podrá aposentarse en nuestro cuerpo, o mantenerse en él, a no ser q
ue halle algo que
le corresponda y facilite su acción. Y del mismo modo, ningún daño ni condición
nociva, de cualquier clase que sea, podrá infestar nuestra vida, a menos que ya
exista en ella algo que lo solicite y haga posible su maléfica influencia. Así,
será mejor examinar cuanto antes la causa de cualquier asunto que nos afecte, a
fin de establecer lo más pronto posible en nuestro interior las condiciones
necesarias para que sólo influya lo bueno. Nosotros, que por naturaleza
deberíamos ser dueños y señores de nuestra convicción moral, somos esclavos,
por vicio de nuestra ignorancia, de innumerables pasiones de todo linaje.
¿Tengo miedo al trueno?
Nada hay en él, leve y pura corriente del aire de Dios, que pueda turbarme,
darme un resfriado o tal vez producirme una enfermedad. El trueno puede sólo
afectarme en el grado en que yo mismo consienta. Debemos distinguir entre
causas y meras ocasiones. El trueno no es causa, ni tampoco entraña causa
alguna. De dos personas, una queda perniciosamente afectada por él. La otra no
sufre la más ligera molestia, antes bien, se alegra y regocija. La primera es
de las que se sobresaltan por cualquier incidente. Teme el trueno, se humilla
ante él y piensa continuamente en el daño que puede acarrearle. En otros
términos, le abre camino en su ánimo para que entre y se sostenga, y así, el
trueno, inofensivo y benéfico de por sí, le trae precisamente lo que le
consiente traer. La segunda se reconoce dueña de sí misma y menosprecia los
incidentes. No teme el trueno. Se pone en armonía con él, y en vez de experimentar
turbación alguna, se regocija, pues además de traerle aire fresco y puro, le
acostumbra a futuras emociones de naturaleza semejante. Si el trueno hubiera
sido causa, de seguro produjera en ambas personas los mismos efectos. Lo
contrario demuestra que no era causa, sino simple condición. Y por esto influyó
en cada cual como correspondía a sus respectivas condiciones.
¡Pobre trueno! Millares
y millones de veces fuiste espantajo de quienes, demasiado ignorantes o
demasiado tímidos para afrontar su propia flaqueza, no supieron ser dueños
absolutos de sí mismos y se convirtieron en abyectos esclavos. Meditando en
ello, ¡cuánta luz nos da! El hombre, creado a imagen y semejanza del eterno
Dios, nacido para dominar a la naturaleza, teme, se amilana y humilla ante una
leve conmoción de la pura y vivificante atmósfera. Pero aun estos espantajos
nos son necesaria ayuda en nuestros constantes esfuerzos para sustraernos a la
ilusión de las cosas.
El mejor medio de no
temer los espantosos efectos que por ignorancia atribuyen muchos al trueno, es
la pura y saludable disposición de ánimo que mude nuestras ideas respecto de
este fenómeno atmosférico, reconociendo que no tiene otro poder que el que
nosotros le atribuimos. De esta forma nos pondremos en armonía con él y se
desvanecerá el temor que nos infunde. Pero, ¿y quién tenga delicada salud o le
afecten especialmente los truenos? Que proceda primero con cierta prudencia, y
evite por de pronto los truenos horrísonos, sobre todo si no se siente todavía
con valor para resistirlos impávido y aún los teme. Al sentido común, supremo
regulador de toda vida, debe recurrirse en ésta como en todas ocasiones.
Si hemos nacido para
dominar, según lo demuestra el que algunos lograron absoluto dominio ,y lo que
uno ha hecho, tarde o temprano pueden hacerlo todos, no es necesario que
vivamos sujetos al yugo de un agente físico. En el grado en que reconozcamos
nuestras fuerzas interiores, seremos capaces de gobernar y mandar. En el grado
en que dejemos de reconocerlas, seremos esclavos y siervos. Construimos todo
cuanto en nuestro interior hallamos y atraemos todo cuanto a nosotros se
acerca, por ministerio de la ley natural que, por serlo, es también ley
espiritual.
La síntesis de la vida
humana es causa y efecto. Nada existe por casualidad en ella ni tampoco en el
universo entero. ¿Nos repugna lo que se pone en contacto con nuestra vida? Pues
no perdamos tiempo en porfías con el imaginario hado, sino miremos a nuestro
interior y removamos las fuerzas operantes a fin de que llegue a nosotros lo
que deseemos que llegue.
Esto no sólo es cierto
por lo que al cuerpo físico se refiere, sino en todos los aspectos y
condiciones de vida. Podemos invitar a que, sea lo que sea, penetre en nuestro
ser; pero si así no lo hacemos, no podrá ni querrá penetrar. A primera vista,
es indudablemente muy difícil de creer y aun de experimentar esta afirmación; pero
a medida que sobre ello se medite con sinceridad y sin celajes en el
entendimiento, estudiando la serena y sutil operación de las fuerzas mentales
hasta notar sus efectos en el interior y en torno de nuestro ser, llegaremos a
comprenderlo fácil y evidentemente. Y entonces, cualquier acontecimiento que
nos afecte quedará sujeto a las condiciones en que nuestro estado mental la
reciba.
¿Os molesta tal o cual
circunstancia o condición? Es porque así lo queréis y así lo permitís. Habéis
nacido para tener absoluto albedrío en el dominio de vosotros mismos. Pero si
voluntariamente abdicáis de cada facultad en algún agente extraño, entonces
será éste por razón natural el monarca y vosotros los súbditos.
Para vivir tranquilos
debéis buscar primeramente vuestro centro propio, manteneros firmes en él,
gobernar el mundo desde vuestro interior. Quien no condiciona las
circunstancias invierte el régimen y queda condicionado por ellas. Hallad
vuestro centro y vivid en él sin cederlo a nada ni a nadie. En el grado en que
esto logréis, os mantendréis más y más firmes.
¿Y cómo puede el hombre
hallar su centro? Reconociendo su unión con Dios y viviendo continuamente en este
reconocimiento.
Pero si no sabéis
gobernar el mundo desde vuestro propio centro, si conferís a esto o aquello el
poder de acarrearos molestia, daño o desgracia, entonces recibid lo que os
acarree y no injuriéis a la eterna bondad y beneficencia de todas las cosas.
Plenitud encontrará en la tierra
Quien tenga cuerpo sano y alma entera;
Más la tierra será yermo quebrado
Para quien haya el ánimo apocado.
Si la suciedad de
materias extrañas ciega los ojos de vuestra alma, sucio os parecerá el mundo
que miréis por ellos, porque todo es del color del cristal con que se mira. Por
lo tanto, cesen vuestras lamentaciones. Guardaos vuestro pesimismo, vuestro
¡pobre de mí! Negad si os place que los ojos de vuestra alma estén morbosamente
necesitados de algo. Pero reconoced que el eterno Sol ilumina los limpios ojos
de vuestro hermano y le permite ver sin sombras el interior de su conciencia y
el mundo de los sentidos. Reconoced que vuestro hermano vive en un mundo
distinto del vuestro. Esclareced vuestra vista y contemplaréis la maravillosa
hermosura de este otro mundo. Y si en él no sabéis hallar bellezas, prueba será
de que jamás las hallaréis en parte alguna.
Hasta donde la vista del poeta alcanza
Se extiende por el bosque la poesía
Y la calle se trueca en mascarada
Cuando de ella hace Shakespeare su vía.
Shakespeare puso en
boca de uno de sus personajes: “La culpa, querido Bruto, no es del Destino,
sino de nosotros mismos, que nos rendimos a él.”
La vida del gran poeta
y su gigantesca labor son evidente prueba de que supo reconocer la verdad que estamos
considerando, como él mismo nos manifiesta en este pasaje: “Nuestras dudas
son traidores que, con el temor del intento, nos hacen perder el bien que
pudiéramos alcanzar.”
Acaso no hay pasión
alguna de tan perniciosos efectos como el miedo. Viviríamos libres de temor
alguno, si llegáramos al completo conocimiento de nosotros mismos. Un antiguo
proverbio francés dice: “Muchos temen males y daños que nunca llegan.”
El miedo y la falta de
fe se dan la mano. De ésta nace aquél. Decidme que alguien es pusilánime y os
diré que no tiene fe. El miedo, lo mismo que el desaliento, son huéspedes tan
descontentadizos, que nada les satisface. Así como nos entregamos al miedo,
podríamos por distinta disposición mental atraer influencias y condiciones
contrarias. La mente dominada por el temor da entrada a materias de naturaleza
semejante al temor, actualizando con ello las mismas condiciones que teme.
Un peregrino encontró
un día a la Peste y le preguntó:
¿A dónde vas?
Voy a Bagdad a matar
cinco mil personas.
Pocos días después, el
mismo peregrino encontró de nuevo a la Peste que volvía de su viaje y le habló
de esta manera:
Me dijiste que ibas a
matar en Bagdad cinco mil personas, pero has matado cincuenta mil.
No -contestó la Peste-,
yo maté sólo cinco mil, tal como te dije. Los otros se murieron de miedo.
El miedo puede
paralizar los músculos y alterar la circulación de la sangre y la normal y
saludable acción de las fuerzas vitales. El miedo puede producir la rigidez y
parálisis de los músculos.
Al atraer a nosotros
por el miedo lo que nos causa temor, atraemos también todas cuantas condiciones
contribuyen a mantener el miedo en nuestro ánimo. Y esto sucederá en proporción
a la intensidad temerosa de nuestro pensamiento y según la mayor o menor
afectividad de nuestro organismo, aunque por nuestra parte no nos percatemos de
su influencia.
Los niños,
especialmente los pequeñuelos, se muestran por lo general mucho más sensibles
al medio ambiente que las personas mayores. Algunos son verdaderas sensitivas
que reciben cuantas influencias les rodean y se asimilan sus efectos a medida
que van creciendo. Por esta razón los padres y maestros han de tener mucho
cuidado en normalizarlas disposiciones mentales del niño, y sobre todo debe la
madre, durante los meses del embarazo, normalizar de una manera especialísima
sus pensamientos y emociones, que tanta y tan directa influencia ejercen en la
vida del feto. No permitáis que nadie infunda miedo a un niño, convirtiendo la
edad que pudiéramos llamar de inocencia en la del espanto y del recelo. Así se
hace muchas veces inadvertidamente, ya deprimiéndoles el ánimo con la aspereza
del trato, ya por el contrario por medio del mimo, tan nocivo como el rigor.
Muchas veces ha
sucedido que un niño criado en continuo temor, a fin de apartar le de tal o
cual vicio, se vio después dominado por el que de otro modo tal vez no hubiera
llegado a dominarle. Algunas veces no hay en el niño propensión natural al
miedo. Pero si la hay, lo más conveniente es tomar la actitud opuesta, a fin de
neutralizar la energía viciosa y mantener al niño en pensamientos de prudencia
y firmeza que lo capaciten para afrontar las circunstancias y dominarlas en vez
de rendirse a ellas.
Hace poco me informó
cierto amigo mío de una experiencia que sobre el particular hizo en sí mismo.
Durante el período en que hubo de sostener terrible lucha contra una mala
costumbre, le atemorizaban continuamente su madre y su novia, hasta el punto de
que él, cuyo temperamento era muy delicado, sintió desde entonces sin cesar los
deprimentes y debilitantes efectos de aquella sugestión contraria y temía
responder a las preguntas y sospechas de ambas mujeres. Todo lo cual le produjo
un aminoramiento en la confianza de sus propias fuerzas y una paralizadora
influencia en todo su ser, que en vez de engendrar en él valor y fuerza
contribuyeron a su mayor flaqueza de ánimo y a inutilizarlo para la lucha.
He aquí cómo las dos
mujeres que más entrañablemente le amaban, quisieron ponerle en posesión y dominio
de sí mismo. Pero ignorantes del callado, sutil, infatigable y revelador poder
de las fuerzas mentales, en vez de acrecentarlas para infundirle valor, las
debilitaron añadiendo la flaqueza exterior a la suya propia. De este modo tuvo
que luchar con un enemigo triplemente poderoso.
El miedo, el
desaliento, el tedio y otras análogas disposiciones de ánimo son muy
perjudiciales para quien les da cabida en su interior, sea hombre, mujer o
niño.
El miedo paraliza las
acciones salutíferas, el tedio corroe y abate el organismo y concluye por
desmoronarlo.
Nada se gana y todo se
pierde con ello, y cada pérdida o daño nos ocasionará una pesadumbre. Y cada
vicio tiene su peculiar tribulación. La avaricia producirá efectos semejantes a
la tacañería y a la codicia. La cólera, los celos, la ruindad, la envida, la
lujuria, tienen cada cual su peculiar manera de corroer, debilitar y destruir el
organismo.
La armonía con las
leyes superiores no sólo nos dará prosperidad y dicha, sino también salud
corporal.
El gran vidente hebreo,
el rey Salomón, enunció una admirable regla de conducta cuando dijo: “Así
como la rectitud es para vida, así quien sigue el mal es para su muerte” (Proverbios, 11:19). “En el camino de la
rectitud está la vida y la senda de su vereda no es muerte” (Proverbios, 12:28).
Tiempo vendrá en que
esto signifique todavía mucho más de lo que la mayoría de la gente no se
atrevería hoy a sospechar. El hombre ha de decir si su alma morará en su
inderogable mansión de creciente esplendor y belleza o en una choza por él
mismo edificada, que al fin y a la postre caiga en ruinas.
Multitud de gentes
viven sin preocuparse de otra cosa que de satisfacer sus pasiones en
desarreglada vida. Y sus cuerpos, debilitados por nocivas influencias, van
cayendo antes de tiempo por el camino. ¡Pobres mansiones corpóreas! Las
destinadas a ser templos hermosísimos, se desmoronan por ignorancia,
atolondramiento y alucinación de sus moradores. ¡Pobres moradas!
El observador sagaz que
cuidadosamente estudie el poder de las fuerzas mentales, pronto será capaz de conocer
en la voz, ademanes y semblante los efectos producidos por la emoción
prevaleciente en el ánimo. O al contrario, de las emociones del ánimo puede
colegir la voz, los ademanes, el semblante y aun los achaques y dolencias del
individuo.
De labios de una
respetable autoridad científica hemos oído que el estudio del cuerpo humano, su
estructura y el tiempo que tarda en llegar a su completo crecimiento, en
comparación con el que tarda el de varios animales y su correspondiente
longevidad, nos revela que el hombre debería vivir naturalmente cerca de ciento
veinte años. Pero que sólo alcanza la duración media a causa de la multitud de
nocivas influencias a las cuales se abandona y lo avejentan, debilitan y
destruyen.
Acortada así la natural
longevidad de la vida, se ha llegado a creer comúnmente que es su normal
período de duración. Y en consecuencia, al ver que por regla general a cierta
edad da la gente señales de vejez, creen muchos que lo mismo les ha de suceder
a ellos. Y engolfados en esta idea de muerte, atraen sobre sí condiciones de decrepitud
mucho antes de lo que por ley natural habría de sobrevenir.
Tan poderosas como
ocultas son las influencias de la mente en la construcción y reconstrucción del
cuerpo. Conforme vayamos descubriéndolas, irá arraigando en la gente la
esperanza de contar los años de su segundo siglo.
Recuerdo en este
momento a una señora amiga, que frisa con los ochenta. Una vieja, como la
llamaría la mayor parte de la gente, especialmente aquellos que cuentan los
años por primaveras. Pero llamar vieja a nuestra amiga sería decir que la nieve
es negra, porque no es más vieja que una muchacha de veinticinco, y aun en
realidad más joven, según el punto de vista desde el que se considere a una
muchacha de esta edad. Nuestra amiga ha sembrado el bien por todas partes y
sólo bondad quiso ver en toda la gente y en todo. La agudeza de su ingenio y la
dulzura de su voz le dieron los bellos atractivos que aún conserva y que le aquistaron
el amor de cuantos la conocieron. Empleó su vida en infundir tranquilidad,
esperanza, valor y fortaleza en cientos y millares de personas. Y así
continuará haciéndolo indudablemente por algunos años. Ni temores, ni
desalientos, ni odios, ni recelos, ni tristezas, ni pesadumbres, ni codicias,
ni ruindades, incurrieron jamás en los dominios de su pensamiento. En
consecuencia, libre la mente de estados y condiciones anormales, no exteriorizó
en el cuerpo las diferentes dolencias físicas que se atrae la mayoría de la
gente creídas en su ignorancia de que por naturaleza derivan del eterno orden
de las cosas. Su vida ha sido demasiado larga para que por inexperiencia
permitiera la entrada de maléficas influencias en el reino de su mente. Por el
contrario, fue lo bastante avisada para reconocer que en su diminuto reino era
la soberana, y que, por lo tanto, sólo a ella le tocaba decidir quién podía o
no entrar en sus dominios. Sabía, además, que con ello determinaba las condiciones
de su verdadera vida. Era realmente gozoso y ejemplar a un tiempo verla ir de
acá para allá, con ánimo sereno y juvenil continente y oír su placentera risa.
En verdad que Shakespeare supo lo que dijo al decir: “La mente robustece el
cuerpo.”
Con vivo placer
observaba yo a mi amiga cuando, no hace mucho, yendo ella calle abajo vi que se
detenía para conversar maternalmente con unos chiquillos que jugaban en el
arroyo. Luego aceleró el paso para decirle dos palabras a una lavandera que iba
cargada con su lío de ropa. Después se paró a hablar con un labrador que
regresaba del campo con el cesto de la comida en la mano. Y de este modo
compartía las riquezas de su abundosa vida con cuantos se ponían en contacto
con ella.
Y para mayor fortuna,
mientras yo la estaba contemplando, pasó otra señora anciana (anciana de
veras), aunque en realidad era diez o quince años más joven que mi amiga, si
por inviernos se cuentan los años. Sin embargo, andaba encorvada y con
evidentes muestras de embarazo en los remos. Una cofia de sombríos colores y un
velo aún más sombrío y muy espeso acrecentaban el taciturno y melancólico
aspecto de la anciana, cuyo traje, tan tétrico como el tocado, y su peculiar
continente proclamaban a voz en grito la tristeza y la pena que en su ánimo
mantenía con su conducta y su falta de fe en la eterna bondad de las cosas, su
falta de fe en la misericordia sin límites y en el sempiterno amor del eterno
Padre. Dominada únicamente por la idea de sus propias aflicciones, tristezas y
pesares, era su corazón inaccesible al bien, y por lo tanto, no podía
transmitir gozo ni esperanza ni fortaleza ni nada de positivo valor a quienes con
ella se relacionaban. Antes al contrario, infundía y sustentaba en muchos con
nociva eficacia los estados y disposiciones de ánimo que por lo común
prevalecen en la vida humana. Al pasar junto a nuestra amiga, miró a ésta de
soslayo con aire en que parecía decirle: “Vuestro traje y porte no convienen a
una señora de vuestra edad.” Dad gracias a Dios -se le podría replicar-, dad
gracias a Dios que no convengan. Y dignase en su infinita bondad y amor
enviarnos innumerables mujeres como ella, que por muchos años bendijeran al género
humano, compartiendo las vivificantes influencias de su propio ser con el
incalculable número de gentes que de ellas andan necesitadas.
¿Queréis permanecer
siempre jóvenes y conservar en la vejez la alegría y pujanza de los juveniles años? Pues ved tan sólo cómo vivís en el
mundo de vuestros pensamientos. Esto lo determinará todo.
Dijo Gautama el Buda: “La
mente lo es todo. Lo que pienses, eso llegará a ser.” Y del mismo modo
opinaba Ruskin al decir: “Fabricaos un nido de pensamientos agradables. Nadie,
que sepamos, fue educado durante su niñez en tan hermosos palacios como los que
podemos edificar con los buenos pensamientos, que nos preservan de la
adversidad. ”
¿Queréis conservar en
vuestro cuerpo toda la flexibilidad, todo el vigor, toda la belleza de la juventud?
Pues vivid juvenilmente en vuestros pensamientos no dando cabida a los impuros,
y exteriorizaréis la bondad en vuestro cuerpo. En el grado en que os conservéis
jóvenes de mente permaneceréis jóvenes de cuerpo. Y veréis cómo el cuerpo acude
en auxilio de la mente, porque el cuerpo ayuda a la mente del mismo modo que la
mente ayuda al cuerpo.
Estáis edificando sin
cesar, y por consiguiente, exteriorizaréis en el cuerpo las condiciones más
semejantes a vuestros pensamientos y emociones. Y no sólo edificáis
interiormente, sino que atraéis sin tregua fuerzas exteriores de naturaleza
análoga. Vuestra peculiar calidad de pensamientos os pone en relación con el mismo
linaje de pensamientos ajenos. Si los vuestros son lúcidos, placenteros y de
esperanza henchidos, os pondréis en relación con una corriente de pensamientos
análogos. Si son tristes, temerosos y desconfiados, tal será entonces la
calidad de los pensamientos que con vosotros se relacionen.
Si es siniestra la
índole de vuestros pensamientos, tal vez sea que inconscientemente y por grados
os hayáis puesto en conexión con ellos. Es necesario entonces que os volváis
como niños, retrocediendo a la edad de los placenteros, inocentes y sencillos
pensamientos. Las jubilosas mentes de un tropel de chiquillos entregados al
juego atraen sin darse ellos cuenta una corriente de gozosos pensamientos.
Aislad a un niño, privadle de la compañía de los demás y pronto le asaltará la
melancolía y no tendrá aliento para moverse, pues quedará separado de aquella
corriente y fuera de su elemento. Necesitáis, por lo tanto, atraer de nuevo la
corriente de pensamientos placenteros de la cual os apartasteis gradualmente.
Si estáis demasiado serios y tristes o
preocupados por graves negocios de la vida, podréis estar alegres y contentos con
sólo volveros sencillos e ingenuos como niños. Podréis prosperar en vuestros
negocios llevándolos con la misma tranquilidad que si no os ocuparais en ellos.
Nada hay de efectos tan nocivos como una continua propensión a la gravedad y
tristeza, y muchos que por largo tiempo se mantuvieron en tal estado de ánimo, llegaron
a no experimentar alegría por algo.
A los dieciocho o
veinte años empiezan a desviarse las placenteras inclinaciones de la pubertad.
La vida ofrece ya más grave aspecto. Entráis en los negocios y quedáis más o
menos envueltos en sus cuidados, vacilaciones y responsabilidades. Vuestro
ánimo comienza a estar apesadumbrado o inquieto, y de tal modo llegáis a
preocuparos de los negocios, que por atender a ellos os falta tiempo para el
recreo y el descanso. Si tratáis con gente rutinaria, os empaparéis de sus
rutinarias ideas y de sus mecánicos modos de pensar, aceptando todos sus
errores como si fuesen certidumbres. Así daréis entrada en vuestra mente a una pesada
y embarazosa serie de pensamientos que os arrastrarán inconscientemente. Estos
pensamientos se materializan en vuestro cuerpo, porque los sentidos físicos son
como un depósito o cristalización de los elementos invisibles que de la mente
fluyen al organismo. Van pasando así los años hasta que notáis que vuestros
movimientos son tardos y pesados, y con dificultad podéis trepar a un árbol a los
cuarenta. Durante todo este tiempo vuestra mente ha ido enviando al cuerpo los
pesados y rígidos elementos que hicieron de él lo que actualmente es.
La mudanza a otro
estado mejor debe ser gradual, y sólo puede realizarse por medio de corrientes
mentales que entrañen fuerzas diametralmente opuestas, impetrando de Dios la
perseverancia en el buen camino y eliminando de la mente los malos pensamientos
que a hurtadillas hayan entrado en ella, para convertirla a los buenos y
saludables. Como el de los irracionales, se debilitó y degeneró en pasados
tiempos el organismo humano. Esto no ha de suceder siempre. La mayor
profundidad de conocimientos psíquicos demostrará la causa de tal degeneración,
evidenciando cómo en obediencia a una ley o fuerza edificante, se renovará
continuamente el organismo dándole más y más vigor, mientras que el ciego
empleo de esta ley o fuerza, como se hizo en el pasado, debilita nuestros
cuerpos y los destruye al fin.
Plena, preciosa y
abundante salud es la normal y natural condición de vida. Cualquier otra es
anormal. Y las condiciones anormales se establecen como regla a causa de la
perversión.
Dios no engendra jamás
la enfermedad, ni el sufrimiento ni la aflicción. Estos males son obra
exclusiva del hombre, que se los acarrea al transgredir las leyes de la vida.
Pero tan acostumbrados estamos a verlos sobrevenir, que nos parecen naturales y
necesarios.
Día llegará en que la
labor del médico sea procurar, no la salud del cuerpo, sino la de la mente, que
a su vez curará el cuerpo enfermo. En otros términos: el verdadero médico será
el maestro, y su obra consistirá en guiar a los hombres y guardarlos de todo
mal, en vez de esperar a curarlos después de que el mal se haya cebado en ellos.
Todavía más: día llegará en que cada cual sea su propio médico. En el grado en
que vivamos acordes con las capitales leyes de nuestro ser y en el grado en que
mejor conozcamos las fuerzas mentales y espirituales, atenderemos menormente al
cuerpo, es decir, no con menos solicitud, sino con menor atención.
Mucho más sanos
estarían millares de individuos si no se preocuparan tanto de su salud. Por
regla general, quienes menos piensan en su cuerpo gozan de mejor salud. Gran
número de enfermizos lo son por la desconsiderada atención con que cuidan de su
cuerpo.
Dale a tu cuerpo el
necesario alimento, el conveniente ejercicio y sol aire, mantenlo limpio y no
te preocupes de lo demás. Aparta tus pensamientos y esquiva tus conversaciones
de enfermedades y dolencias, porque el hablar de ellas te causará daño a ti y a
quien te escuche. Habla de cuestiones provechosas para tu oyente, convéncele de
la bondad de Dios y así le comunicarás salud y vigor en vez de enfermedad y
flaqueza.
Siempre es nocivo
inclinarse al pesimismo y al siniestro aspecto de las cosas. Y si esto es
verdad por lo que respecta al cuerpo, también lo es tocante a todo lo demás.
Un médico que
complementó su práctica profesional con profundos estudios y observaciones psíquicas,
dice a este propósito algo de especial significación y valor en la materia de
que tratamos: “Jamás podremos recobrar la salud pensando en la enfermedad,
ni alcanzar la perfección hablando de imperfecciones, ni llegar a la armonía
por medio de la discordancia. Hemos de tener siempre ante los ojos de la mente
ideales de salud y armonía...”
Nunca afirméis o
repitáis respecto a vuestra salud lo que no deseéis que sea verdad. No tratéis
de vuestras dolencias ni examinéis vuestros síntomas. No cedáis jamás al
convencimiento de que no sois dueños de vosotros mismos. Afirmad resueltamente
vuestra superioridad sobre las enfermedades corporales, y no os reconozcáis
esclavos de ninguna potestad inferior. Quisiera enseñar a los niños a levantar
desde pequeños una fortísima barrera contra las enfermedades por medio de un
saludable ejercicio mental de elevados pensamientos y pureza de vida. Quisiera
enseñarles a rechazar todo pensamiento de muerte, toda imagen de enfermedad,
toda emoción nociva, como el odio, la ruindad, la venganza, la envidia, la
concupiscencia, para que venciesen toda mala tentación. Les enseñaría que los alimentos
y bebidas malsanas y el aire mefítico envenenan la sangre, y la mala sangre
nutre viciosamente los tejidos y engendra las enfermedades del ánimo. Les
enseñaría que los pensamientos saludables son tan necesarios para la salud del
cuerpo como los pensamientos puros para la pureza de conducta. Les enseñaría a
fortalecer poderosamente su voluntad y a luchar por todos los medios contra los
enemigos de la vida. Enseñaría al enfermo a tener esperanza, resolución y
ánimo. Nuestros prejuicios y aprensiones son los únicos límites de nuestro
poder. El hombre no logrará éxito alguno sin confianza en sí mismo. Por regla
general nosotros mismos nos cerramos el camino.
Cada cosa engendra su
semejante en el Universo entero. El odio, la envidia, la ruindad, los celos y
la venganza tienen sus cachorros. Cada mal pensamiento engendra otro, y cada
uno de éstos, otros y otros en reproducción incesante hasta abrumarnos con su
innumerable descendencia.
“Los médicos del
porvenir no curarán el cuerpo con medicamentos de farmacopea, sino la mente con
preceptos. “
La madre futura
enseñará a sus hijos a calmar la fiebre de la ira, del odio y de la malicia,
con la gran panacea universal: el amor. El médico del porvenir enseñará a la
gente la práctica placentera de las buenas acciones como tónico del corazón y
elixir de vida, pues un corazón alegre vale por la mejor medicina. ”
La salud de tu cuerpo,
lo mismo que la fortaleza y sanidad de tu mente, dependen de lo que relaciones contigo
mismo. Según hemos visto, Dios, el infinito espíritu de vida, la fuente de todo
bien, excluye por su propia esencia toda enfermedad y flaqueza. Alcanza, pues,
el pleno, consciente y vital convencimiento de tu unidad con Dios, y
constantemente renovarás tu cuerpo vigoroso y sano.
“Siempre vence a la
maldad el bien; va la salud a donde el dolor se marcha. El hombre es tal como
son sus pensamientos. Levanta el corazón a Dios. ”
Todo cuando hemos dicho
puede resumirse en una frase: “Dios es para vosotros lo mismo que vosotros sois.”
Debéis despertaros al conocimiento de vuestro verdadero ser. Al despertar
determinaréis las condiciones que han de exteriorizarse en vuestro cuerpo.
Debéis convenceros por vosotros mismos de vuestra unidad con Dios. La voluntad
divina será entonces vuestra voluntad y vuestra voluntad la de Dios; y con Dios
todas las cosas son posibles. Cuando reconozcamos con entera independencia esta
unidad, no sólo desaparecerán nuestras enfermedades y dolencias corporales,
sino toda clase de obstáculos, limitaciones y entorpecimientos.
Entonces se cumplirá: “Deléitate
en el Señor y Él satisfará los deseos de tu corazón”(Salmo, 37:4). Entonces dirás: “Las
cuerdas me cayeron en lugar deleitoso y verdaderamente hermosa es mi herencia”
(Salmo,
16:6).
Con ánimo tranquilo
confiarás en el porvenir. Alcanza desde luego la verdadera vida y acuérdate que
sólo lo óptimo es suficiente bien para quienes como nosotros tenemos tan regia
herencia.
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