Lección 12
LA CUESTIÓN DEL MAL
En Teosofía se nos dice que el Principio Divino - nuestro Dios manifestado - está en todo lugar, en todo lo que existe, y que el ser humano es divino en origen y esencia. Siendo así, ¿por qué debemos los seres humanos pasar por este prolongado proceso evolutivo para alcanzar la perfección? ¿Por qué hemos de caer en la maldad y el pecado? Y si Dios es bueno, ¿Cómo puede ser que exista el mal en el ser humano, a quien se considera como el microcosmos reflejo del Macrocosmos que es la Divinidad?
La idea de aquel ser maligno llamado Satanás, quien parece estar continuamente ganándole la batalla al Ser Supremo, resulta absurda para todos aquellos que se molesten en pensar un poco. Con toda certeza todos hemos meditado más de una vez acerca de esta aparente confusión y del significado que el mal tiene en sí, o de si efectivamente hay una razón para que exista del todo.
En primer lugar, resultará útil reemplazar la palabra “malo” por “incompleto”. La Teosofía postula a la Deidad Suprema como El Absoluto, que en sí es no condicionado y no manifestado, pero del cual un universo objetivo y condicionado se manifiesta periódicamente. Esta manifestación, siendo una expresión parcial y en consecuencia limitada de Aquello que es ilimitado, tiene que ser imperfecta. La idea Divina tras esta limitación impuesta es la de ofrecer la oportunidad al ser humano de alcanzar la perfección por sí mismo, por su propio esfuerzo, ganando su propia estatura divina al lograr maestría y dominio sobre las leyes universales.
Es necesario comprender que en el universo objetivo nada ocurre sino es en relación con otra cosa; así como hay objeto, debe también haber sujeto; en otras palabras, dualidad, el principio fundamental de la polaridad. Se nos dice que este principio se establece desde el comienzo mismo de la manifestación universal. Como resultado, todo lo que existe tiene su contrapartida, no en un sentido absoluto sino como condición relativa. Tanto el mal como el bien no existen salvo como expresiones de relatividad.
Conviene hacer notar que la dualidad de la Deidad manifestada está claramente establecida en la Biblia, a pesar de lo cual este postulado es porfiadamente ignorado. En Isaías (45:5) encontramos las siguientes palabras: “Yo formo la Luz, y también he creado la oscuridad; he creado la paz y he creado el mal; yo, el Señor, he hecho todas estas cosas”. Posteriormente, en Amos (3:6), leemos: “… ¿Habrá mal en la ciudad sin que el Señor lo haya creado?”. Hemos citado solo dos pasajes, pero hay muchos otros que invocan la dualidad del universo, el concepto de los pares opuestos. Y mientras más meditamos acerca del bien y del mal, con mayor certeza llegamos a la conclusión de que ambos emanan de acciones y actitudes, y que en consecuencia no existen como factores absolutos.
Para comprender la explicación que ofrece la Teosofía acerca del mal, se hace innecesario considerar nuevamente aquel concepto básico que llamamos Evolución. Se hace necesario también postular que la evolución no es producto de una serie de circunstancias fortuitas, sino que es un proceso dinámico y activo con propósitos claramente establecidos a través del Plan que persigue el total desarrollo de la manifestación.
En eones pasados, las Mónadas humanas, “unidades de Espíritu” inconscientes, comenzaron a “descender” por el sendero de la involución. (Ver lección 1), ganando primeramente experiencia básica en los reinos inferiores de la vida hasta finalmente alcanzar el reino humano. Al presente, las Mónadas humanas están recién en el viaje de “ascenso”, es decir, en evolución, que les va gradualmente otorgando expansión de consciencia y conocimiento. Y uno de los principales aspectos del conocimiento es el muy delicado “don de elegir”, es decir, la habilidad para establecer juicios (idealmente, juicios cada vez más correctos) para así poder distinguir entre aquello que colabora con el progreso del ser humano y aquello que lo obstaculiza.
La Teosofía postula que todo aquello que está en armonía con el Plan Divino y que contribuye a su desarrollo, es “bueno”, y todo aquello que conspira contra tal progreso es “malo”. De ello puede colegirse que el mal proviene exclusivamente del uso inapropiado de nuestras facultades, de nuestra propia inteligencia mal empleada, del mal uso de los divinos poderes que nos son inherentes. En el libro “Cartas de los Mahatmas a A.P. Sinnet”, leemos lo siguiente: “Ni el mal ni el bien son causa independiente en la Naturaleza. La Naturaleza está destituida de bondad o maldad: sólo obedece leyes inmutables… el verdadero mal procede de la inteligencia humana, y se origina por completo en el hombre racional cuando éste se disocia de ella”. El Maestro K.H., autor de esta frase, agrega más adelante en la misma carta: “El mal es la exageración del bien, lo que da origen al egoísmo y la codicia humanas”.
La lógica tras este postulado es clara, y confirma la moderna teoría psicológica que afirma que todo aquello que es llevado a extremo se transforma en lo opuesto. Comer, por ejemplo, es esencial para nuestro bienestar físico, pero comer en exceso es glotonería, y el resultado será la enfermedad. La religión practicada con amor y humildad es esencial para nuestro progreso espiritual; pero cuando se exagera a través de la intolerancia y el dogmatismo se transforma en prejuicio y fanatismo.
Cuando el ser humano, el Ego, inició su larga jornada evolutiva era inocente e ignorante, es decir, era incapaz de establecer juicios morales. En el simbólico “Jardín del Edén” del Génesis (que simboliza aquel estado de inocencia inconsciente), no tuvo noción de la enormidad de la tarea que tenía por delante, como tampoco de los factores que habría de emplear para estimular o demorar su progreso hacia la meta establecida. Pero una vez que “comió del fruto del árbol del bien y del mal, conoció su desnudez…”. Tales frases son solo un símbolo mitológico utilizado para expresar una verdad: el despertar del Ego a la consciencia de su Yo y al conocimiento de las dualidades entre las cuales debía empezar a elegir. Ya no pudo contar con la excusa de la ignorancia y la inocencia. Y este fue un paso inevitablemente necesario para llevarle al mundo de la experiencia auto consciente, la lucha y el aprendizaje a través del dolor.
Dejó para siempre su paraíso de éxtasis inconsciente, y el conocimiento del Árbol de la Vida y la necesidad de tener que volver a encarnar repetidamente son ahora parte de su futuro.
Volverá, sin embargo, a encontrar su paraíso perdido, pero ahora en un estado de éxtasis consciente, el Edén ganado mediante su propio esfuerzo.
De hecho, la historia de Adán y Eva (Génesis, 2:4), es un conjunto de símbolos a través de los cuales los hechos y principios del comienzo del proceso evolutivo han sido representados por personas. Veamos:
Adán, (hombre, en inglés Man, es decir, Manas, el Pensador), representa al Ego o Alma en el drama de la Creación. Eva (madre) es la personalidad mortal que procede del Ego (la costilla de Adán) y mediante la cual éste logra la experiencia consciente.
La serpiente es la personificación del deseo que tienta a Eva (la personalidad), y a través de ésta a Adán (el Ego), a la actividad que busca experiencia y conocimiento, y consecuentemente a la pérdida de la ignorancia y la inocencia respectivamente. Abel a su vez representa el lado espiritual de la personalidad, Caín el lado inferior, terrestre.
Puesto en otras palabras, el espíritu, sumergido en la materia, es finalmente avasallado por la naturaleza física, lo cual provoca “la caída” del hombre. Caín, es decir, la naturaleza inferior, vaga hacia la tierra de Nod (el Plano Físico), su contacto consciente con el espíritu cortado y teniendo que trabajar la tierra. El significado raíz del nombre Caín es “artesano”, en este caso queriendo ilustrar la tarea del hombre de moldear la materia física trasformándola en instrumento útil y lograr mediante ella su glorioso destino final.
Ahora bien, el primer hijo de Caín fue Enoch, nombre que significa dedicación o conocimiento. Sólo mediante las limitaciones y restricciones impuestas por la materia densa despierta el conocimiento. El hijo del Enoch es Irad, que significa “vigilante”. Es decir, que con la experiencia producto del conocimiento también nace la capacidad para mantenerse en guardia contra la debilidad moral.
El resultado queda simbolizado en el hijo de Irad, Mahujael, “el disciplinado” o “sometido a Dios”. El hijo de éste, Mathusael, es el “hombre de Dios”, y el hijo de Mathusael, Lamech, implica “fuerte” o “poderoso”. Claramente podemos ver aquí el significado alegórico del mito del Génesis. La experiencia y el conocimiento conllevan la vigilancia: la vigilancia conlleva la auto disciplina, y la disciplina produce al hombre de Dios, que es fuente de poder. Tal es, puesta de manera sucinta, la historia de la evolución del Alma. El pecado original es simplemente la ignorancia; la meta y victoria final, el retorno a la naturaleza Divina innata, fuente de todo poder.
Cuando comenzamos a comprender el verdadero significado de la evolución, la existencia del bien y del mal deja de parecernos un misterio. Bueno es todo aquello que trabaja en armonía con la Naturaleza; malo todo aquello que trabaja contra ella. En las etapas iniciales de la evolución humana, la gratificación del deseo fue una de las tendencias principales heredadas del reino animal por el hombre, reforzada por la mente pensante concentrada en sí mismo. Pero hallando que la satisfacción de los deseos no trae placer duradero, el hombre aprende gradualmente a conquistarlos en vez de satisfacerlos, o mejor dicho, a transmutarlos de forma más y más elevada hasta que la sed de realidad espiritual llega a ser el deseo principal. Pero debemos comprender que es mediante el deseo expresado en diversos niveles más los esfuerzos realizados por el ser humano para satisfacerlo, que tiene lugar el desarrollo de fuerzas y capacidades que posteriormente le ayudarán a alcanzar su meta espiritual.
De esto puede deducirse que aquello que es bueno en una etapa, se hace decididamente inconveniente en otra posterior. Lo que es bueno para un individuo puede ser obstáculo para otro que necesite otro tipo de experiencia de acuerdo a su necesidad evolutiva individual. Características de tipo agresivo tales como la avaricia y el egoísmo, que a cierto nivel de desarrollo constituyen un estímulo para el Ego inmaduro, se tornan inconvenientes cuando obstaculizan la cooperación y la unidad, características de una etapa más avanzada. El egoísmo, por ejemplo, ha sido comparado con un andamio, necesario durante la construcción del edificio pero que, siendo feo y antiestético, se le retira cuando la construcción está terminada.
Estamos perfectamente conscientes también, de que lo que es aceptado como “bueno” en algunas culturas, resulta inaceptable en otras. Y si tratamos de analizar el problema de un modo no inherente en el proceso Involutivo/evolutivo, nos encontraremos frente a un misterio impenetrable. Pero considerando el mal como algo que obstaculiza nuestro progreso pondrá las cosas en adecuada perspectiva, haciéndole más fácil de identificar y ayudándonos así a ser más caritativos con el comportamiento de nuestro prójimo.
El mal cumple también un papel muy importante en el proceso de desarrollo evolutivo porque, ¿es acaso posible adquirir valor, por ejemplo, cuando no hay nada que temer? Es sabido que la fuerza física se desarrolla a través del ejercicio muscular utilizando pesas o resistencias. Similarmente, la fuerza moral se robustece en la lucha contra el mal.
La experiencia nos dice que nuestras acciones impropias nos traen dolor, y es debido a ello que adquirimos la importante virtud de la discriminación entre lo correcto y lo incorrecto, lo constructivo y lo destructivo. Comprendemos que aquello que es bueno en dosis pequeñas, es malo en dosis mayores (“el mal es la exageración del bien”) adquiriendo así temperancia en la acción y en la satisfacción de nuestro deseos.
Se nos dice que esta capacidad para distinguir correctamente entre lo bueno y lo malo es el primer paso para entrar al sendero de la vida superior. A través de la experiencia dolorosa que nos viene no como castigo sino como consecuencia inevitable de la ley de Acción y Reacción (karma), aprendemos un sinfín de cosas. El dolor estimula la actividad porque nos compele a esforzarnos para eliminarlo. Es, en consecuencia un purificador de primera clase. El poeta inglés John Keats escribió: “¿No vemos acaso cuán necesario es el mundo del dolor para educar la inteligencia y tornarla en Alma?...”
Probablemente la conclusión más importante a sacar de esta lección es que la lucha por la vida no es algo que deba ser evitado sino algo que debe aceptarse como la verdadera razón de nuestra existencia en un mundo en evolución. La maldad, el orgullo, la agresión, la intolerancia, la falta de respeto y el egoísmo existen en todos nosotros en mayor o menor grado. Pero también tenemos generosidad, humildad, dulzura, tolerancia y filantropía. Y como la lucha parece inclinarse invariablemente a favor de aquel centro de Divinidad inherente en nosotros, el conflicto interior parece no tener fin. Es más, resulta esencial que éste continúe hasta que logremos completar nuestro proceso de madurez espiritual. Sri Aurobindo escribió: “El crear de la materia un templo de la Divinidad pareciera ser la tarea impuesta al espíritu que viene al universo material”.
Cuando descubrimos nuestra verdadera naturaleza interna, observamos al mal desde una perspectiva apropiada. Observando nuestro mundo actual, nos preocupa la evidencia del mal que parece invadir sin control nuestra civilización provocando lo que aparece como una revolución mundial. Como resultado de ello, nuestra sociedad sufre de un profundo sentimiento de inseguridad al observar las explosivas fuerzas del mal en acción. Caer en tal sentimiento equivale a desconocer la vida espiritual, que es nuestra herencia divina. Tagore, el gran poeta indo, escribió en cierta ocasión: “Sabemos que nuestros males son como meteoritos, fragmentos de vida dispersos que requieren la atracción de un gran ideal para ser asimilados en el todo de la Creación”.
Cuando miramos al cielo por la noche, ¿no nos resulta evidente la forma ordenada y precisa en que existen aquellos millones de estrellas y planetas en sus órbitas bajo el gobierno de la Ley Natural? Y al observar esto, ¿no nos resulta claro ver cuán escasos son los meteoritos que parecen separarse de este orden para seguir su propio curso? Y aun así, si observamos éstos últimos con detención, veremos que tarde o temprano entran en la órbita de algún planeta o caen en él desintegrándose y desapareciendo. Y si realmente nos consideramos ciudadanos del universo dispuestos a respetar la Ley Natural que lo rige, ¿no será sensato tratar a los meteoritos – es decir, a los males de nuestra naturaleza inferior- como algo pasajero, manteniéndonos al mismo tiempo serenos y confiados en la natural bondad de nuestro Ego que bien conoce cómo lidiar con ellos de manera eficaz?
El poder de nuestra Alma es como una marea capaz de transformarse en maremoto, pero que al mismo tiempo puede mantenerse cautiva e inútil tras las barreras que nosotros mismos hemos erigido y que, en consecuencia, solo nosotros podemos retirar. Esta es la verdadera libertad que debemos buscar realmente, la misma que todo ser humano tiende a buscar instintivamente o no. Y es sobre esta premisa básica en Teosofía que podemos definir al mal como la ausencia del bien. La filosofía Vedanta afirma: “No penséis en el mal y el bien como dos esencias separadas, porque no son sino la misma cosa apareciendo en diferentes grados con disfraz diferente y produciendo en consecuencia diferentes maneras de sentir en la misma mente”. De ello puede concluirse que no existe deseo, por inferior que sea, que no pueda ser transformado en algo elevado.
Vistas tales consideraciones, la Teosofía jamás se concentra de manera puritana en la vileza del pecador, sino en el potencial que éste lleva en sí para transformarse en santo. Se nos sugiere que en lugar de perder tiempo examinando los peores aspectos de nuestra personalidad – u opuestamente pretender que no existen – nos resultará más útil tratar de elevar nuestra consciencia a un nivel donde tales cosas no pueden encontrar expresión. En un mundo donde la lucha por la vida parece inevitable, es perfectamente posible vivir de acuerdo a una actitud interior que arroje luz sobre la oscuridad y que pueda cambiar la tristeza de muchos en alegría. La paz nos llegará cuando aceptemos la naturaleza del mundo y la naturaleza de la lucha de manera impersonal y altruista, deseando que el amor gane la batalla no para nosotros individualmente sino para la humanidad entera.
Cada persona tiene sus propias batallas que ganar, la conquista de su propia ignorancia, el logro de un atisbo de la Luz como resultado de una vida de correcto proceder, hasta que la lucha entre el bien y el mal se resuelva. Porque al ganar esas pequeñas batallas la competencia se torna en cooperación, la avaricia en amor, y aquello que otrora fuera considerado bueno pero que bajo las presentes circunstancias es malo, será transmutado nuevamente en algo positivo en beneficio de nuestro continuado desarrollo.
Para concluir, citemos las palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña: “Antes de comentar sobre la paja en el ojo ajeno, ved la viga en el propio”. (Lucas, 6:41).
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CURSO INTRODUCTORIO, 14 LECCIONES - RENARD, Enrique
Lección 1 - EL PLAN DIVINO
Lección 2 - LOS CUERPOS SUTILES DEL SER HUMANO
Lección 3 - VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Lección 4 - REENCARNACIÓN
Lección 5 - KARMA
Lección 6 - LA HERMANDAD BLANCA
Lección 7 - LA DOCTRINA DE LOS CICLOS
Lección 8 - EL DOBLE ETÉREO
Lección 9 - EL CUERPO ASTRAL
Lección 10 - EL PLANO MENTAL
Lección 11 - EL PODER DEL PENSAMIENTO
Lección 12 - LA CUESTIÓN DEL MAL
Lección 13 - EL REINO DÉVICO
Lección14 - LA HERMANDAD UNIVERSAL